La tarde del 28 de abril de 2025, España vivió un fenómeno poco común en pleno siglo XXI: un apagón masivo. De repente, sin previo aviso, millones de hogares, hospitales, negocios y calles quedaron a oscuras. Se detuvieron los trenes, dejaron de funcionar los semáforos, las neveras enmudecieron, y los móviles comenzaron a apagarse uno a uno. Pero lo más impactante no fue solo lo que ocurrió fuera, sino lo que se activó por dentro: nuestras emociones.
Porque cuando se apaga la luz, se encienden las preguntas.
La ansiedad del “¿qué está pasando?”
La mente humana no es amiga del silencio ni de lo inesperado. Apenas pasaron unos minutos del apagón cuando muchas personas empezaron a experimentar una oleada de ansiedad: ¿Ha sido un fallo técnico? ¿Un ciberataque? ¿Un atentado? ¿Volverá la luz en minutos o en días?
Y esa incertidumbre sostenida —esa sensación de estar en una película sin saber si es de ciencia ficción o de catástrofes— activa lo peor del estrés. El corazón se acelera, los pensamientos se agolpan, y el cuerpo entra en modo “supervivencia”. Las líneas de comunicación fallaban, internet colapsó, y la mente humana, sin datos, empezó a rellenar los huecos con miedos.
La angustia silenciosa de los más vulnerables
Para quienes viven con enfermedades crónicas y dependen de aparatos eléctricos, como respiradores o equipos de diálisis domiciliarios, aquel día fue algo más que una incomodidad: fue una amenaza real. En muchos hogares se vivieron escenas de pánico, de familiares corriendo a hospitales, de pacientes temiendo que el tiempo jugara en su contra.
Y aunque la mayoría de los centros sanitarios estaban preparados con generadores, el miedo quedó instalado en el cuerpo. Porque nada da más ansiedad que sentir que el sistema del que dependes puede fallar… y que no hay nadie al otro lado.
La soledad se volvió más evidente
La tecnología, para bien o para mal, es nuestro principal puente hacia los demás. Pero cuando el apagón desconectó móviles y televisores, la soledad emergió con fuerza, especialmente entre las personas mayores que viven solas. De repente, el silencio dejó de ser una pausa y se convirtió en un abismo.
No poder llamar a un ser querido, no poder saber qué pasa fuera, no poder encender la radio ni ver las noticias… multiplica la sensación de aislamiento. Es como vivir en una burbuja, con la angustia de no saber si estás sola en tu casa o sola en el mundo.
Pero también pasó algo hermoso…
A medida que la noche caía y la oscuridad se volvía más profunda, también comenzaron a encenderse otras cosas: velas, conversaciones, abrazos, risas improvisadas. En muchos barrios, los vecinos salieron a los portales a compartir una linterna o una cerveza caliente. En los pueblos, la gente volvió a mirar las estrellas. En las casas, sin distracciones digitales, muchas familias hablaron de verdad por primera vez en mucho tiempo.
La cantante Rosa López compartió después en redes una reflexión que tocó a miles de personas: El apagón me devolvió a mí misma. Sin ruido, sin pantallas, sentí quién soy realmente. Qué curioso que sin luz… me sentí más viva que nunca.
Y es que a veces, el silencio forzado nos conecta con lo esencial.
¿Qué nos enseñó este apagón?
No se trató solo de una caída eléctrica. Fue, para muchos, una sacudida emocional. Y nos recordó tres cosas importantes:
- Nuestra salud mental es tan frágil como nuestra red eléctrica. Si no cultivamos la calma, el pensamiento crítico y la gestión emocional, un simple corte puede desbordarnos.
- Necesitamos planes de contingencia emocionales. Así como tenemos linternas y baterías externas, deberíamos tener herramientas mentales: técnicas de respiración, redes de apoyo, estrategias de autorregulación emocional.
- La comunidad salva. Cuando el sistema falla, lo que queda es el otro. El vecino, el familiar, el amigo que te abre la puerta o te presta una vela. Invertir en tejido humano es la mejor inversión para la salud mental colectiva.
Un apagón que encendió consciencias
Puede que la luz haya tardado unas horas en volver. Pero hay cosas que se encendieron en ese tiempo y que, si somos sabios, no deberíamos apagar nunca: la conexión humana, la presencia en el momento y el valor de lo esencial.
Quizá, en el fondo, el apagón no fue una tragedia. Fue un recordatorio.